Raphael Montechiari
Trad. Alberto Goyena
Era un veinte y tres de enero, de calor sofocante, como era de esperarse para el mes de enero. El cielo estaba nublado, pero el bochorno podía quemar la piel de quien anduviese fuera de la sombra. Yo, como hacía siempre los viernes, fui a visitar a mi amada. Nadie podría imaginarse que en aquel veinte y tres de enero, ella haría aquello. Pero lo hizo.
Al llegar a los soportales de su casa, se me ocurrió espiar por la ventana para verla y, en segundos, ella estiró su brazo por encima de la jamba de la ventana y, con una fuerza tremenda, me dio en el pecho con su mano, desgarrándomelo. Sentí un dolor visceral y mis labios se estremecieron. Me quedé paralizado con el susto y solo conseguía observar lo que ella me estaba haciendo. Su mano entrando y arrancándome el corazón del pecho. El dolor era tanto que sentí mis piernas temblando y mi visión oscureció. Me pareció que me moriría en segundos, pero el resto de orgullo que sobró me empujó hacia el lado opuesto y pude huir. Mis manos cubrieron la herida para que no me desangrase. Mis piernas corrían a una velocidad estupenda. Parecía que tenían más miedo que yo.
Sentí que no conseguiría llegar a casa consciente y entonces me senté en el borde de la fuente de la plaza. Me quité el exceso de dolor en el cuerpo en forma de lágrimas. Lágrimas ácidas que corroían la piel de mi rostro y dibujaban un camino marcado hasta la boca. Después goteaban y yo podía ver los huecos que se hacían en el suelo de cemento de la pequeña plaza. El señor de pantalón verde y la niña con un algodón de azúcar, que caminaban hacia mí, decidieron cambiar su trayectoria y fueron por la jardinera hacia el grupo de palomas, que se peleaban por una migaja de pan del bocadillo que el guardia devoraba. El dueño del kiosco charlaba con el guardia que le respondía riéndose, dejando escapar por los rincones de la boca trozos de chorizo y varias migajas de pan. Y las palomas comían y peleaban y volaban para huir del hombre de pantalón verde y de la niña del algodón de azúcar que se les acercaban abruptamente, mirando para atrás, huyendo del hombre de pelo peinado, camisa beige rayada y zapatos negros lustrados, que estaba sentado en el borde de la fuente, llorando lágrimas ácidas y con el pecho todo manchado de rojo y empapado en sangre. Y, lo que era tanto peor, sin el corazón.
Alrededor mío, las personas empezaron a preguntarse qué le podría haber pasado al encargado de la farmacia. La señora de pañuelo azul en la cabeza no conseguía esconder que miraba, aún fingiendo conversar con una negra alta y gorda. Ellas parecían querer que yo percibiese que me estaban mirando para, entonces, poder preguntar lo que había sucedido. Los niños que jugaban a las canicas en la plaza se quedaron estáticos, en una filera, para asistir a la escena. La señora que sacudía la toalla en su ventana para preparar la mesa de la cena, sacudió más veces que de costumbre. Y yo me levanté pisando fuerte, tan fuerte que sentía que se hundía el suelo a mi alrededor.
De aquel día veinte y tres de enero en adelante, pasé a seguir mi vida sin corazón. Sentía dolores horribles, principalmente cuando me acordaba de que ella me había hecho eso. Pero ya no tenía más corazón para odiar, ni para perdonar ni para amar a nadie más. Me quedaba solamente un hueco en el pecho que me traía dolores a lo largo del día.
El veinte y siete de enero, ella vino a mi casa y pude percibir, ya a lo lejos, su presencia. No sé si por el olor, que yo adoraba cuatro días atrás y que ahora multiplicaba mis dolores en el pecho. Pero yo sabía que ella se acercaba y cerré con llave todas las puertas y ventanas. Cerré el basculante del baño. Era muy pequeño pero sus ojos podrían pasar por allí. Y bajo la puerta puse una manta doblada, impidiéndole cualquier pasaje o el de su voz o de su terrible olor. Aún así me sentí inseguro, después de oír los golpes en la puerta. Huí por la ventana de los fondos y desaparecí en el patio trasero. Pasé por el corral del Coronel Alvilar y subí por las pendientes del cementerio hasta llegar al monte de la caja de agua. Y allá me quedé, por tres días y tres noches. Hasta que sentí que alguien se acercaba. No me moví y oí los pasos de tres o cuatro personas. Ellas conversaban y decían que allí era el lugar donde siempre se escondía alguien, desde muy chico, cuando tenía miedo.
Durante la invasión de los rebeldes, cuando yo era muy chico, vi a mi padre ser asesinado y a mi madre huir con mi hermana, aún un bebe, hacia el monte de la caja de agua. Y ella me mandó seguirla. Aquí nos quedamos durante dos semanas, hasta que las tropas del gobierno vinieron y ahuyentaron los rebeldes hacia las montañas. Yo siempre me acordaba de ese episodio con tristeza y contención. Tristeza por haber perdido a mi padre. Contención por haber podido contar con mi madre guiándome y protegiéndome. Pero ahora no sentía nada más. Creo que todo tipo de sentimiento se fue con mi corazón. Y él estaba con alguien que no tenía corazón. Quizás por eso se haya querido apoderarse del mío.
Las personas ahora se iban y yo reconocía la voz de mi madre. Pero yo no sentía nada por ella. Ni piedad, por estar quizás sufriendo por mí. Ella no podría culparme. Seguí por las montañas, por el camino que los rebeldes habían seguido hace más de diecinueve años atrás. Anduve durante más de veinte días a lo largo del rio y subiendo las montañas. Los rápidos eran asustadores y quizás fuese un buen lugar para tirar un cuerpo sin corazón. Fui caminando y pasando por varias pequeñas ciudades de la región. Una región árida y de minúsculos pueblos, todos llenos de corazones, mirando con piedad a un sufridor.
El sol ya estaba muy caliente cuando pedí un vaso de agua a una joven, de pelo corto, negro, que estaba en la puerta de la tienda donde trabajaba. Era una tarde muy caliente y casi nadie caminaba en las calles. Se quedaban todos bajo la sombra, en los soportales de sus casas o tiendas, probablemente por el calor que también hacia adentro.
- El agua no está helada pero tampoco está caliente. Espere usted aquí afuera si no va a comprar nada. Y si va a comprar, entre sin las manos. Déjelas del lado de afuera y dígame lo que quiera que se lo busco. No soporto más ladrones aquí en la tienda de mi padre. Ella entró y yo no quise acompañarla. Volvió con el vaso de agua más limpio y brillante que jamás había visto. Cuando me di cuenta, el vaso estaba vacío y ella me miraba sonriendo. Tomó el vaso en silencio y entró. No tuve tiempo ni de agradecerle, ya que todavía estaba tratando de recordar el sabor del agua que yo no había sentido. El tiempo pasa tan rápido que solamente nos quedamos con los recuerdos. Pero, de esta vez, pasó tan rápido que el recuerdo se fue con el tiempo. Ella volvió con otro vaso y con otra sonrisa.
- ¡Usted sí que estaba con sed! Hace mucho calor aquí y por el polvo en sus zapatos y en su ropa, usted debe venir de lejos. Discúlpeme por haber pensado que era un ladrón, pero solo este mes, tres forasteros nos han robado. Sus manos son tan rápidas que solo nos damos cuenta de que se llevaron algo cuando ya no los podemos alcanzar más. Y, aunque sucio, parece usted una buena persona. Pero es mejor que te vayas, por aquí las mujeres de familia no pueden charlar demasiado con desconocidos. Si desea más agua, pídala en el almacén justo ahí en frente.
Yo agradecí mecánicamente. No lo podía hacer de corazón. Pero agradecí. Salí caminando, ya más revigorado, y no pude evitar mirar para atrás. Ella todavía saludaba con la mano estirada y, cuando me vio mirándola, cerró la sonrisa y entró en la tienda.
Caminé durante dos meses más por todos los pueblos y ciudades de la región hasta que los dolores en el pecho se me fueron. Aun cuando yo la recordaba. Mi viejo amor. Todavía había vestigios de dolores, pero eran muy pocos. Y había una cascara en el pecho que yo no quitaría. Si yo siguiese caminando por algún tiempo más, se caería naturalmente. Y fue lo que sucedió. Con cinco meses más de caminada, hasta el final del valle pequeño, y después de haber dado la vuelta por las montañas del norte y empezar la caminada de regreso, percibí que la cascara cedía y daba lugar a una inmensa cicatriz que no me permitiría olvidar nunca más de lo que había sucedido.
Antes de llegar a casa, pasé por aquel pueblo donde yo había bebido la mejor agua de toda mi vida. Regresé a aquella misma tienda y el clima ya estaba mucho más ameno. Pero yo quería llevar varios potes de aquella agua. Y estaban todos allí. Como si nunca se hubiesen movido. Y la joven, de pelo negro y corto, ya me sonreía.
- ¿Agua?
Yo le sonreí también y le dije que sí. Pero pedí que llenase una botella y le di un dinero. Ella agradeció y agarró una linda botella pintada con flores amarillas y hojas verdes. Entró y volvió con la botella llena de la mejor agua que podría existir. Trajo también una pequeña pala, súbitamente, me perforó el pecho, sin decirme ninguna palabra. Solo con una sonrisa en el rostro. Hizo una gran apertura para los dos lados y con la otra mano depositó algunas semillas en mi pecho. Luego, cerró bien y me dio un par de golpes con la parte de atrás de la pala, para que se cerrase bien. Yo asistía a todo atónito pero sin sentir dolor. De hecho, fue lo mejor que me podría haber pasado en los últimos tiempos.
- Más vale que ya te vayas, no ves que ya nos están mirando… y una mujer de familia no charla con desconocidos. Se quiere más agua, pídala en el almacén que está ahí en frente.
Agradecí con agua en los ojos. Pocas, pero verdaderas. Sentí algo por ella que no sabría describir ni con mil palabras. Sé que ya había sentido algo así antes, pero es lo único que sé. Creo que nunca había sentido nada así en toda mi vida. Y de la tienda salí con enormes ganas de mirar para atrás, pero no quería sacarle aquella linda sonrisa del rostro.
Llegue al monte de la caja de agua y bajé por la pendiente del cementerio. Pasé por el corral del Coronel Alvilar, entré por la ventana de atrás, que todavía estaba entreabierta, y me acosté.
quarta-feira, 3 de junho de 2009
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