quarta-feira, 3 de junho de 2009

Acuchillado

Raphael Montechiari
Trad. Alberto Goyena

Era un veinte y tres de enero, de calor sofocante, como era de esperarse para el mes de enero. El cielo estaba nublado, pero el bochorno podía quemar la piel de quien anduviese fuera de la sombra. Yo, como hacía siempre los viernes, fui a visitar a mi amada. Nadie podría imaginarse que en aquel veinte y tres de enero, ella haría aquello. Pero lo hizo.

Al llegar a los soportales de su casa, se me ocurrió espiar por la ventana para verla y, en segundos, ella estiró su brazo por encima de la jamba de la ventana y, con una fuerza tremenda, me dio en el pecho con su mano, desgarrándomelo. Sentí un dolor visceral y mis labios se estremecieron. Me quedé paralizado con el susto y solo conseguía observar lo que ella me estaba haciendo. Su mano entrando y arrancándome el corazón del pecho. El dolor era tanto que sentí mis piernas temblando y mi visión oscureció. Me pareció que me moriría en segundos, pero el resto de orgullo que sobró me empujó hacia el lado opuesto y pude huir. Mis manos cubrieron la herida para que no me desangrase. Mis piernas corrían a una velocidad estupenda. Parecía que tenían más miedo que yo.

Sentí que no conseguiría llegar a casa consciente y entonces me senté en el borde de la fuente de la plaza. Me quité el exceso de dolor en el cuerpo en forma de lágrimas. Lágrimas ácidas que corroían la piel de mi rostro y dibujaban un camino marcado hasta la boca. Después goteaban y yo podía ver los huecos que se hacían en el suelo de cemento de la pequeña plaza. El señor de pantalón verde y la niña con un algodón de azúcar, que caminaban hacia mí, decidieron cambiar su trayectoria y fueron por la jardinera hacia el grupo de palomas, que se peleaban por una migaja de pan del bocadillo que el guardia devoraba. El dueño del kiosco charlaba con el guardia que le respondía riéndose, dejando escapar por los rincones de la boca trozos de chorizo y varias migajas de pan. Y las palomas comían y peleaban y volaban para huir del hombre de pantalón verde y de la niña del algodón de azúcar que se les acercaban abruptamente, mirando para atrás, huyendo del hombre de pelo peinado, camisa beige rayada y zapatos negros lustrados, que estaba sentado en el borde de la fuente, llorando lágrimas ácidas y con el pecho todo manchado de rojo y empapado en sangre. Y, lo que era tanto peor, sin el corazón.

Alrededor mío, las personas empezaron a preguntarse qué le podría haber pasado al encargado de la farmacia. La señora de pañuelo azul en la cabeza no conseguía esconder que miraba, aún fingiendo conversar con una negra alta y gorda. Ellas parecían querer que yo percibiese que me estaban mirando para, entonces, poder preguntar lo que había sucedido. Los niños que jugaban a las canicas en la plaza se quedaron estáticos, en una filera, para asistir a la escena. La señora que sacudía la toalla en su ventana para preparar la mesa de la cena, sacudió más veces que de costumbre. Y yo me levanté pisando fuerte, tan fuerte que sentía que se hundía el suelo a mi alrededor.

De aquel día veinte y tres de enero en adelante, pasé a seguir mi vida sin corazón. Sentía dolores horribles, principalmente cuando me acordaba de que ella me había hecho eso. Pero ya no tenía más corazón para odiar, ni para perdonar ni para amar a nadie más. Me quedaba solamente un hueco en el pecho que me traía dolores a lo largo del día.

El veinte y siete de enero, ella vino a mi casa y pude percibir, ya a lo lejos, su presencia. No sé si por el olor, que yo adoraba cuatro días atrás y que ahora multiplicaba mis dolores en el pecho. Pero yo sabía que ella se acercaba y cerré con llave todas las puertas y ventanas. Cerré el basculante del baño. Era muy pequeño pero sus ojos podrían pasar por allí. Y bajo la puerta puse una manta doblada, impidiéndole cualquier pasaje o el de su voz o de su terrible olor. Aún así me sentí inseguro, después de oír los golpes en la puerta. Huí por la ventana de los fondos y desaparecí en el patio trasero. Pasé por el corral del Coronel Alvilar y subí por las pendientes del cementerio hasta llegar al monte de la caja de agua. Y allá me quedé, por tres días y tres noches. Hasta que sentí que alguien se acercaba. No me moví y oí los pasos de tres o cuatro personas. Ellas conversaban y decían que allí era el lugar donde siempre se escondía alguien, desde muy chico, cuando tenía miedo.

Durante la invasión de los rebeldes, cuando yo era muy chico, vi a mi padre ser asesinado y a mi madre huir con mi hermana, aún un bebe, hacia el monte de la caja de agua. Y ella me mandó seguirla. Aquí nos quedamos durante dos semanas, hasta que las tropas del gobierno vinieron y ahuyentaron los rebeldes hacia las montañas. Yo siempre me acordaba de ese episodio con tristeza y contención. Tristeza por haber perdido a mi padre. Contención por haber podido contar con mi madre guiándome y protegiéndome. Pero ahora no sentía nada más. Creo que todo tipo de sentimiento se fue con mi corazón. Y él estaba con alguien que no tenía corazón. Quizás por eso se haya querido apoderarse del mío.

Las personas ahora se iban y yo reconocía la voz de mi madre. Pero yo no sentía nada por ella. Ni piedad, por estar quizás sufriendo por mí. Ella no podría culparme. Seguí por las montañas, por el camino que los rebeldes habían seguido hace más de diecinueve años atrás. Anduve durante más de veinte días a lo largo del rio y subiendo las montañas. Los rápidos eran asustadores y quizás fuese un buen lugar para tirar un cuerpo sin corazón. Fui caminando y pasando por varias pequeñas ciudades de la región. Una región árida y de minúsculos pueblos, todos llenos de corazones, mirando con piedad a un sufridor.

El sol ya estaba muy caliente cuando pedí un vaso de agua a una joven, de pelo corto, negro, que estaba en la puerta de la tienda donde trabajaba. Era una tarde muy caliente y casi nadie caminaba en las calles. Se quedaban todos bajo la sombra, en los soportales de sus casas o tiendas, probablemente por el calor que también hacia adentro.

- El agua no está helada pero tampoco está caliente. Espere usted aquí afuera si no va a comprar nada. Y si va a comprar, entre sin las manos. Déjelas del lado de afuera y dígame lo que quiera que se lo busco. No soporto más ladrones aquí en la tienda de mi padre. Ella entró y yo no quise acompañarla. Volvió con el vaso de agua más limpio y brillante que jamás había visto. Cuando me di cuenta, el vaso estaba vacío y ella me miraba sonriendo. Tomó el vaso en silencio y entró. No tuve tiempo ni de agradecerle, ya que todavía estaba tratando de recordar el sabor del agua que yo no había sentido. El tiempo pasa tan rápido que solamente nos quedamos con los recuerdos. Pero, de esta vez, pasó tan rápido que el recuerdo se fue con el tiempo. Ella volvió con otro vaso y con otra sonrisa.
- ¡Usted sí que estaba con sed! Hace mucho calor aquí y por el polvo en sus zapatos y en su ropa, usted debe venir de lejos. Discúlpeme por haber pensado que era un ladrón, pero solo este mes, tres forasteros nos han robado. Sus manos son tan rápidas que solo nos damos cuenta de que se llevaron algo cuando ya no los podemos alcanzar más. Y, aunque sucio, parece usted una buena persona. Pero es mejor que te vayas, por aquí las mujeres de familia no pueden charlar demasiado con desconocidos. Si desea más agua, pídala en el almacén justo ahí en frente.

Yo agradecí mecánicamente. No lo podía hacer de corazón. Pero agradecí. Salí caminando, ya más revigorado, y no pude evitar mirar para atrás. Ella todavía saludaba con la mano estirada y, cuando me vio mirándola, cerró la sonrisa y entró en la tienda.

Caminé durante dos meses más por todos los pueblos y ciudades de la región hasta que los dolores en el pecho se me fueron. Aun cuando yo la recordaba. Mi viejo amor. Todavía había vestigios de dolores, pero eran muy pocos. Y había una cascara en el pecho que yo no quitaría. Si yo siguiese caminando por algún tiempo más, se caería naturalmente. Y fue lo que sucedió. Con cinco meses más de caminada, hasta el final del valle pequeño, y después de haber dado la vuelta por las montañas del norte y empezar la caminada de regreso, percibí que la cascara cedía y daba lugar a una inmensa cicatriz que no me permitiría olvidar nunca más de lo que había sucedido.

Antes de llegar a casa, pasé por aquel pueblo donde yo había bebido la mejor agua de toda mi vida. Regresé a aquella misma tienda y el clima ya estaba mucho más ameno. Pero yo quería llevar varios potes de aquella agua. Y estaban todos allí. Como si nunca se hubiesen movido. Y la joven, de pelo negro y corto, ya me sonreía.

- ¿Agua?

Yo le sonreí también y le dije que sí. Pero pedí que llenase una botella y le di un dinero. Ella agradeció y agarró una linda botella pintada con flores amarillas y hojas verdes. Entró y volvió con la botella llena de la mejor agua que podría existir. Trajo también una pequeña pala, súbitamente, me perforó el pecho, sin decirme ninguna palabra. Solo con una sonrisa en el rostro. Hizo una gran apertura para los dos lados y con la otra mano depositó algunas semillas en mi pecho. Luego, cerró bien y me dio un par de golpes con la parte de atrás de la pala, para que se cerrase bien. Yo asistía a todo atónito pero sin sentir dolor. De hecho, fue lo mejor que me podría haber pasado en los últimos tiempos.

- Más vale que ya te vayas, no ves que ya nos están mirando… y una mujer de familia no charla con desconocidos. Se quiere más agua, pídala en el almacén que está ahí en frente.

Agradecí con agua en los ojos. Pocas, pero verdaderas. Sentí algo por ella que no sabría describir ni con mil palabras. Sé que ya había sentido algo así antes, pero es lo único que sé. Creo que nunca había sentido nada así en toda mi vida. Y de la tienda salí con enormes ganas de mirar para atrás, pero no quería sacarle aquella linda sonrisa del rostro.

Llegue al monte de la caja de agua y bajé por la pendiente del cementerio. Pasé por el corral del Coronel Alvilar, entré por la ventana de atrás, que todavía estaba entreabierta, y me acosté.

terça-feira, 12 de maio de 2009

Eu Existo

Raphael Montechiari


E lá vou eu. Quem sabe pra onde? Quem sabe quando? Tenho a mesma dúvida de todas as pessoas no mundo. Não tenho a mínima idéia pra onde eu vou quando ele morrer. Fui criado pela sua mente e vou, sabe Deus para onde, quando ele se for.

Vou me apresentar:

Sou o Inácio Antão, amigo imaginário de Carlos Pontes, dono da Hospedaria Central. Ele me tem como amigo desde que surtou, na última páscoa. Tenho estado com ele, conversado e feito companhia durante todo esse tempo a esse grande miserável. Passei bons momentos com ele e outros não tão bons assim.

Geralmente apareço para aconselhá-lo e preciso repetir várias vezes o conselho para que ele o faça. Ninguém mais me vê ou me ouve. Só ele. Mas eu existo. Se estou aqui te falando tudo isso é porque existo. Como disse o outro: Penso, logo existo. E eu não só penso por mim, mas até pelo Carlos Pontes. Tanto que dou conselhos para ele.

Está certo que não tenho dado bons conselhos para ele, de acordo com a ética e moral da sociedade em que ele vive. Mas fui criado pela parte reprimida do cérebro de Carlos Pontes. Reprimida por essa mesma ética e moral da sociedade, criada para se ter uma suposta ordem. E tudo que falo e faço são coisas que a natureza humana quer fazer mas não pode, por causas das regras e leis criadas. Então não tenho culpa. Falo o que ele quer ouvir. Faço o que ele quer que eu faça.

O último conselho que dei foi pra ele assaltar a casa do senhor Elivelton Moreira, o magnata da cidade. Carlos estava com problemas financeiros e há muito tempo seu salário não dava para nada. E eu sabia que ele achava essa vida uma injustiça. Eu ensinei ao Carlos Pontes a fazer bombas caseiras, a usar bem uma faca para cortar sob os braços, na altura onde passa a aorta. Ensinei também como não deixar pistas de um crime e como apagá-las. Mostrei pra ele alguns exemplos de pessoas que corrompem as leis e continuam numa boa. O próprio senhor Elivelton Moreira ficou rico desse jeito corrompendo várias delas.

Falei da necessidade de irmos contra tudo e todos para seguir nosso instinto natural. Expliquei que primeiro temos que estar felizes conosco e depois transmitiremos essa felicidade a outros. Mas para alcançarmos essa felicidade é extremamente necessário sermos nós mesmos. Fazer aquilo que queremos. E o que ele mais queria naquele momento era ficar rico e poder se livrar do seu trabalho medíocre. Só precisei alertá-lo desse desejo oculto e reprimido. E lembrei para ele durante todos os dias da minha vida. Falava, falava e falava. Fiz até uma rima que eu repetia constantemente no seu ouvido: “Largue de bobeira e assalte o seu Moreira. Largue de bobeira e assalte o seu Moreira. Largue de bobeira e assalte o seu Moreira.”. Imagine isso no ouvido durante vários e vários dias? Então eu o convenci.

Compramos uma espingarda calibre doze, luvas e uma touca preta. Era preciso muita cautela para não sermos identificados ao entrar na casa e as impressões não poderiam ser jamais deixadas por onde passássemos. Coisas básicas que se aprende em qualquer filme. Entreguei o plano prontinho, só para ele executar. Não tinha falhas. Era perfeito. Mas o maldito covarde, no último momento, quando ja estava dentro da casa do maldito Moreira, fraquejou e foi baleado pelos capangas dele. Agora estava entre a vida e a morte. Na verdade estava somente aguardando a morte.

O senhor Moreira, muito influente, e sem nenhum receio de ferir a ética e a moral, já havia mandado um dos seus para o hospital terminar o serviço inacabado. E é ele quem acaba de entrar no quarto, sem disfarce nem nada. Vai nos matar.

- Acorda, Carlos – gritei para ele desesperado.

Balancei sua cama e bati na sua cara. O capanga já tirava o frasco com o veneno do bolso, puxava todo ele para uma seringa. Sem se preocupar com quem passava pelo corredor ele aplicava o veneno no tubo de soro. Eu nada podia fazer para evitar.

- Acorde, Carlos – gritei já mais fraco.

Agora o veneno já entrava em suas veias e eu podia senti-lo me queimando por dentro.

- Acorde, miserável – sussurrei, já sem forças.

- Acorde....

quinta-feira, 19 de março de 2009

Desconversas

Raphael Montechiari

- Eu fico sempre te ouvindo o dia inteiro e você nem liga pra mim. Já cansei de ficar escutando essas baboseiras que você fala o dia inteiro. É só eu te ligar e você começa a falar.

- ...

- Ahh...então quer dizer que vai ficar desconversando? Falando baboseiras. Olha só. Uma coisa eu te digo. Não vou te ligar mais. Só assim vou ter paz. Fica você inventando mil desculpas pra tentar explicar os problemas de sua vidinha medíocre e sou eu sempre que fico ouvindo. Você nunca pára pra escutar. Quero ver o dia que você ficar sozinha. Ah! Aí eu quero ver. Ninguém pra te ouvir. Aí vai dar valor ao bobo aqui. E tem mais. Já está ficando velha e ninguém mais dá valor a quem está velha não. Daqui a pouco sou eu quem vai te largar. E pegar uma novinha pra ficar fazendo todas as minhas vontades. Não toma jeito não pra você ver!E vou desligar agora porque vou para o quarto dormir. Não quero mais nada com você.

(Bate a porta do quarto)

No dia seguinte:

- Oi amor. Estou te ligando pra pedir desculpas por ontem. Eu estava muito aborrecido com as coisas que você foi me contando e no final botei a culpa toda em você. Achei que estava inventando tudo só pra me deixar triste. Mas a culpa não é sua. A culpa é daquele homem que sempre passa aqui embaixo gritando pra vender aquelas caixas de mamão. Ele me deixa nervoso e desconto em você. Mil desculpas. Nunca achei que eu fosse ficar tão transtornado. Depois vem você me contar esse monte de tragédias que vêm acontecendo. E o grito do cara vendendo mamão papaia ao mesmo tempo. Isso vai me deixando nervoso! A campainha do andar de baixo tocou ontem umas oito vezes. Soube que tem um cobrador que vem atrás do vizinho aqui de baixo. E ele finge que não está em casa pra não pagar. Mas sei que ele está. Porque eu ouço a descarga do banheiro dele e quando liga o chuveiro. E ontem, um pouco antes do cobrador chegar, ele deu uma descarga e tomou banho em seguida. Depois foi uma série de dedadas na campainha e nada. Isso tudo vai me deixando nervoso.

A vizinha da frente está com algum problema também. Ela coloca sempre papéis no vidro da janela, como se estivesse querendo esconder alguma coisa. Depois rasga tudo e troca. Põe papéis mais escuros e de novo rasga tudo e troca. Põe papéis ainda mais escuros. E fica trocando até escurecer. Depois acende as luzes. E já está sem nenhum papel. Isso me deixa preocupado. Com todas essas coisas que você tem me contado que tem acontecido no mundo, fico preocupado mesmo. Quem sabe ela não mata pessoas e esconde os corpos? Durante o dia ela vai destrinchando os corpos e guardando na geladeira. À tardinha ela manda tudo pro lixo e depois, quando escurece, já está tudo escondido. Ela tem mesmo cara de assassina. Preciso desligar. Ela está olhando pra cá agora e pode estar querendo alguma coisa comigo.

(Bate a porta do quarto)

Vinte e sete minutos depois.

- Oi. Acho que já podemos ficar de bem. Estava no quarto relembrando os bons momentos que vivemos. E o quanto eu aprendi com você. Além do que você é muito divertida e quando te ligo é minha única companhia. O que? Nós não podemos continuar juntos? Novelas! Sempre o mesmo assunto! Não fale mais isso comigo. Sabe que fico magoado. Olhe dentro dos meus olhos. Só vai ver lágrimas. Eu sei que às vezes sou rude. Mas já te contei sobre o cara que vende mamão papaia, né? Ele me deixa tenso. E a pia que não para de escorrer água. Amarrei ontem mesmo um trapo nela pra segurar. Mas quando abri hoje, para lavar minhas mãos, não consegui recolocar e tenho certeza que nunca mais conseguirei. Vou ter que viver com essa água escorrendo noite e dia, dia e noite, noite e dia. Você tem alguma idéia do que eu posso fazer? O que? Você parece que nem está me ouvindo. O que tem a ver o novo filme que vai passar hoje com isso? Tem alguma torneira vazando no filme e irão me ensinar a consertá-la? Aposto que não. Então não fale bobeiras. Já está tocando a campainha do vizinho de baixo. Vou desligar pra ouvir o que está acontecendo. Depois te ligo de novo e conto.

(Bate a porta do quarto)

Uma hora e meia depois.

- Fale baixinho que o cobrador ainda está lá embaixo. Vou abaixar o volume. Deu uma merda do cacete. Acho que ele foi com polícia e tudo. Arrombaram a porta e pegaram o vizinho. Parece que deram uma surra nele e quebraram muita coisa por lá. Esses cobradores são muito violentos! Eles chamam a polícia e pagam a eles pra cobrar os maus pagadores. Estou até preocupado com a conta, de tanto que eu te ligo. O dia inteiro. Todo dia. Acho que vou até ficar devendo e os cobradores trarão a polícia e quebrarão minhas pernas. Acho melhor até parar de te ligar. Daqui a pouco começarão a tocar a campainha aqui e eu não vou atender. Porque eles são muito violentos. Acho até que irão arrombar depois e me bater. Mas o quanto eu puder fingir que não estou aqui vou fingir. A conta virá tão alta que não poderei pagar. É. Preciso ficar calmo. Jamais vou parar de te ligar. Sabe que é minha única companhia, né? E de que adianta eu ter pernas sãs se é a sua companhia que me faz bem? E se você estiver me falando coisas tristes é só eu mudar de canal que tudo se resolve. Boto num filme de amor e só vou ouvir coisas belas. Mas hoje vou ficar aqui, só te ouvindo, o dia inteiro. Tenho falado demais...

segunda-feira, 9 de março de 2009

A Senhora de Cabelo Laranja

Raphael Montechiari

-Olá Catarina. É você a Catarina, certo?

- Sim. Sou eu. E você?

- Vim recomendada por uma conhecida sua.

- Conhecida?

- É. Ela esteve junto de você durante os últimos anos.

- Ah. Aquela senhora de cabelo laranja?

- Isso.

- Sim. Ela está sumida mesmo. Passava a maior parte do tempo comigo. Quando eu ia lavar roupa no rio ela ficava me olhando. Não me ajudava. Só ficava ali me olhando. Às vezes chegava perto e apertava o meu coração. E depois soprava minha barriga. Era um dor muito forte que eu sentia no coração. O frio na barriga, com seu sopro, também me incomodava bastante. Mas o aperto no coração era o pior. Eu olhava para o céu, pedindo a Deus que me desse força. Ficava assim olhando para o céu até ela parar. Depois ela ficava por ali. Me olhando.

- E mais o que?

- Mais um monte de coisas.

- Como?

- Mais um monte de coisas. Ela me mostrava umas imagens. Meu namorado e eu, na porta da capela, abraçados. Isso foi no primeiro dia que ficamos juntos. E mais outras imagens de momentos bons. Só de momentos bons. No início ela vinha duas, três vezes por semana. Depois passou a morar lá em casa. Ela fazia a cama ao lado da minha. Um colchão velho mas com lençóis bem branquinhos. Travesseiro alto. E ficava ali me mostrando imagens e lembrando histórias. E vinha apertar meu coração. Mas quando eu ia encontrar o meu namorado, ela sumia. Ela nunca se encontrou com ele. Nem sei como conseguiu tantas imagens nossas assim. Logo que eu tomava o trem para voltar já notava sua presença ao meu lado. Apertava tanto o meu coração que eu até chorava, enquanto via meu namorado acenando.

- Então! Eu vim a pedido dela.

- Eu não gostava muito dela. Você a conhece bem?

- Sim. Fazemos vários trabalhos juntas.

- Ela sempre foi muito discreta e sempre presente ali ao meu lado. Às vezes eu até a esquecia. Mas quando desocupava a mente eu percebia que ela estava ali e, ao me virar para trás, lá estava ela me olhando. Era só eu a descobrir que ela vinha com aquela mão ossuda e enrugada para apertar meu coração. E soprava frio na minha barriga. Várias e várias vezes eu chorei. Eu já contava os dias para ver o meu namorado e me livrar, nem que fosse por algumas horas, de sua tortura. Ela desaparecia. Quando estava com ele eram os melhores momentos de minha vida. Mas passavam rápidos demais. Quando eu dava por mim, lá estava eu, indo embora, com a senhora de mão ossudas e enrugadas, cabelo laranja, apertando meu coração e soprando minha barriga.

- E por quê ela se foi?

- Você não soube?

- De que?

- Da guerra?

- Soube. Ele foi pra lá?

- Foi. Fiquei muito triste no dia em que ele me enviou uma carta dizendo que iria. Imediatamente peguei o trem e fui vê-lo. Viajei as doze horas até sua cidade. A tal senhora estava lá, do meu lado o tempo todo, com as imagens do último encontro. Todas novíssimas. E aos poucos foi me mostrando as imagens mais antigas, já desbotadas pelo tempo. E ela lá. Apertando meu coração. Ao chegar na estação, no meio da confusão e do empurra-empurra no desembarque, ela sumiu de novo. Procurei o meu namorado e encontrei-o muito triste. Ele confirmou que iria para a guerra e não tinha outra escolha. Aproveitamos bastante nosso fim-de-semana e ele, em nenhum momento, me disse quando voltaria. Eu também não perguntei. Mas ele me prometeu mandar cartas diariamente. Eu lhe disse que quando recebia suas cartas a senhora de cabelo laranja não se aproximava de mim até que terminasse de lê-las. Em seguida ela vinha com muito mais força que o normal e apertava meu coração.

- E quanto tempo ele ficou por lá?

- Recebi cartas por duas semanas. E a última que me mandou falava sobre uma mulher que havia encontrado numa cidade destruída pela guerra. Todo seu pelotão havia sido bombardeado e sobraram poucos com ele. A mulher sempre o olhava de longe. Até que um dia se aproximou e disse: “Amanhã a gente foge daqui!” Na carta ele me disse tudo isso e ainda disse o quanto me amava. Eu entendi que era o fim. Chorei por várias e várias noites, mas me senti amada. Sabia que ele havia ido com ela mas era a mim que ele amava. E fiquei por muito tempo com a senhora de cabelo laranja apertando meu coração sem parar. Já nem podia ir lavar as roupas no rio porque não tinha força pra me levantar.

- E como era essa mulher que ele encontrou?

- Disse que era alta e bem magra. Com uma palidez mórbida. Alguns amigos já tinham esbarrado nela antes dos bombardeios. Ela caminhava no meio de todas aquelas explosões e tiros, sem nenhum medo de ser atingida. Caminhava olhando fixo para frente, às vezes escondida pelas fumaças, às vezes pelos gritos. E foi isso.

- Então. Eu vim pra ficar no lugar da senhora de cabelo laranja. Agora sou eu quem vai apertar seu coração e te fazer sofrer. Às vezes ela virá. Provavelmente hoje vai dar uma passada aqui. Trará imagens do seu namorado e apertará seu coração. Mas eu ficarei a maior parte do tempo com você. Até que venha alguém para o meu lugar.

- Sabia mesmo que viria.

- Sim. Eu sei que me aguardava.

- Como é mesmo o nome dela?

- Ela se chama Saudade.

- Isso. Saudade. E você?

- Eu sou a Solidão, muito prazer.

quarta-feira, 18 de fevereiro de 2009

Apunhalado

Raphael Montechiari


Era um vinte e três de janeiro, quentíssimo, como era de se esperar do mês de janeiro. O tempo estava nublado mas o mormaço podia queimar a pele de quem andasse fora da sombra. Eu, como sempre fazia às sextas-feiras, fui ver o meu amor. Ninguém poderia imaginar que naquele vinte e três de Janeiro ela faria aquilo. Mas fez.

Ao chegar na porta de sua casa resolvi dar uma espiada pela janela para vê-la e, em segundos ela esticou seu braço por cima do batente da janela e com uma força surpreendente, sua mão travou no meu peito rasgando-o. Senti uma dor visceral e senti meus lábios estremecerem. Estava paralisado com o susto e só conseguia observar o que ela estava fazendo comigo. Sua mão entrando e arrancando meu coração do peito. A dor era tamanha que senti minhas pernas fraquejarem e minha vista escurecer. Achei que cairia morto em segundos, mas o resto de orgulho que sobrou me empurrou para longe dela e pude fugir. Minhas mãos apoiaram a ferida para que não se esvaísse todo o meu sangue. Minhas pernas corriam numa velocidade estonteante. Parecia que elas estavam com mais medo do que eu.

Senti que não conseguiria chegar em casa consciente e então me sentei na borda do chafariz da praça. Coloquei pra fora o excesso de dor em forma de lágrimas. Lágrimas ácidas que corroíam a pele do meu rosto e faziam um caminho marcado até a boca. Depois pingavam e eu podia ver os buracos que faziam no chão de cimento da pracinha. O senhor de calças verdes e a menina com um algodão doce, que estavam caminhando em minha direção, mudaram de rota e foram pelo canteiro em direção ao grupo de pombos, que brigavam por uma migalha do pão de cachorro quente que o guarda devorava. O dono da carrocinha de cachorro-quente conversava com ele e o guarda respondia rindo, deixando escapar pelos cantos da boca ervilhas e várias migalhas de pão. E os pombos comiam e brigavam e voavam para fugir do homem de calças verdes e da menina com algodão doce que se aproximavam abruptamente, olhando para trás, fugindo do homem de cabelos penteados, camisa bege clara riscada e sapatos pretos engraxados, que estava sentado na borda do chafariz, chorando lágrimas ácidas e com o peito todo vermelho e encharcado de sangue. E, pior de tudo, sem um coração.

À minha volta as pessoas começaram a se perguntar o que havia acontecido com o atendente da farmácia. A senhora com um lenço azul na cabeça não conseguia disfarçar que olhava, mesmo fingindo estar conversando com a negra alta e gorda. Elas pareciam querer que eu percebesse que estavam me olhando para assim poderem perguntar o que havia acontecido. Os meninos que jogavam bola de gude ao lado pararam estáticos, em uma fileira, para assistir a cena. A senhora que batia a toalha na janela para preparar a mesa do jantar a sacudiu mais vezes do que o necessário. E eu me levantei pisando forte, tão forte que sentia que afundava o chão.

A partir daquele dia vinte e três de janeiro passei a seguir minha vida sem o coração. Sentia dores horríveis, principalmente quando me lembrava de que ela havia feito isso comigo. Mas já não tinha coração para odiar nem para perdoar nem para amar mais ninguém Só um buraco no peito que me trazia dores durante todo o dia.

No dia vinte e sete de janeiro ela veio até minha casa e pude perceber, já de longe, sua presença. Não sei se pelo cheiro, que eu adorava há quatro dias atrás e que agora fazia dobrar minhas dores no peito. Mas eu sabia que ela se aproximava e tranquei todas as portas e janelas. Fechei o basculante do banheiro. Era bem pequeno mas seus olhos poderiam passar por ali. E sob a porta coloquei um cobertor enrolado, vedando qualquer passagem dela ou de sua voz ou de seu terrível cheiro. Ainda assim me senti inseguro, após ouvir as batidas na porta. Fugi pela janela dos fundos e desapareci no quintal. Passei pelo curral do Coronel Alvilar e subi pelas ladeiras do cemitério até chegar ao morro da caixa-dágua. E lá fiquei, por três dias e três noites. Até que senti que alguém se aproximava. Não me movi e ouvi os passos de três ou quatro pessoas. Elas conversavam e falavam que ali era o lugar que alguém sempre se escondia, desde pequeno, quando estava com medo.

Durante a invasão dos rebeldes, quando eu era bem pequeno, vi meu pai ser morto e minha mãe fugir com minha irmã, ainda um bebezinho, para o morro da caixa d’água. E ela me mandou segui-la. Aqui permanecemos por duas semanas, até que as tropas do governo vieram e espantaram os rebeldes para as montanhas. Eu sempre lembrava disso com tristeza e conforto. Tristeza por ter perdido meu pai. Conforto por poder contar com minha mãe me guiando e protegendo. Mas agora não sentia nada. Acho que todo tipo de sentimento foi-se embora com o coração. E ele estava com alguém que não tinha coração. Talvez por isso tenha querido se apoderar do meu.

As pessoas agora iam embora e eu reconhecia a voz da minha mãe. Mas eu não sentia nada por ela. Nem piedade, por talvez estar sofrendo por mim. Ela não poderia me culpar. Segui pelas montanhas, pelo caminho que os rebeldes haviam seguido há quase dezenove anos atrás. Andei por cerca de vinte dias beirando o rio e subindo as montanhas. As corredeiras eram assustadoras e talvez fosse um bom lugar para se jogar um corpo sem coração. Fui caminhando e passando em várias cidadezinhas da região. Uma região árida e de minúsculos povoados, todos cheios de corações, olhando com piedade para um sofredor.

O sol já estava bem quente quando pedi um copo d’água a uma jovem, de cabelos cortados, pretos, que estava na porta da venda onde trabalhava. Era uma tarde muito quente e quase ninguém caminhava nas ruas. Só ficavam parados nas sombras, nas portas de casa ou das lojas, provavelmente pelo calor que dentro fazia também.

- A água não está gelada mas também não está quente. Aguarde aqui fora se não for comprar nada. E se for comprar, entre sem as mãos. Deixe-as do lado de fora e me indique o que quiser que eu pego para você. Não suporto mais ladrões aqui na venda do meu pai.
Ela entrou e eu não quis acompanhá-la. Voltou com um copo da água mais limpa e brilhante que eu já havia visto. Quando notei, o copo estava vazio e ela sorria para mim. Pegou o copo em silêncio e entrou. Nem pude agradecer, pois ainda estava tentando me lembrar do sabor da água que eu não havia sentido. O tempo passa tão depressa que só ficamos com as lembranças. Mas dessa vez foi tão depressa que a lembrança se foi com o tempo. Ela voltou com outro copo e com outro sorriso.

- Você estava mesmo com sede! Faz muito calor aqui e pela poeira no seu sapato e na sua roupa, você vem de longe. Desculpe achar que você era um ladrão, mas só esse mês três forasteiros já nos roubaram. Suas mãos são tão rápidas que só damos falta das coisas quando já estão longe. E, apesar de sujo, parece um rapaz de bem. Mas é melhor ir logo, pois já estão olhando para cá e mulher direita não fica conversando com estranhos. Se quiser mais água peça no armazém logo ali na frente.

Eu agradeci da boca pra fora. Não poderia ser de coração. Mas agradeci. Fui andando, já mais revigorado, e não pude evitar olhar para trás. Ela ainda acenava um adeus e, quando me viu olhando, fechou o sorriso e entrou na venda.

Caminhei por mais dois meses por todas as vilas, povoados e cidades da região até que as dores no peito passaram. Mesmo quando eu me lembrava dela. Do meu antigo amor. Ainda havia vestígios de dores, mas eram pouquíssimas. E havia uma casca no peito que eu não retiraria. Bastava eu continuar andando por mais um tempo que ela cairia. E foi o que aconteceu. Com mais cinco meses de caminhada, até o final do vale pequeno, e após dar a volta pelas montanhas do norte e começar a caminhada de volta, vi a casca cedendo e dando lugar a uma imensa cicatriz que nunca mais me faria esquecer o que aconteceu.

Antes de chegar em casa passei por aquele povoado onde eu havia bebido a melhor água de toda a minha vida. Retornei àquela venda e o tempo já estava bem mais fresco. Mas eu queria levar vários potes daquela água. E estavam todos lá. Como se nunca tivessem se mexido. E a jovem, de cabelos pretos cortados, já sorria para mim.

- Água?

Eu sorri de volta e disse que sim. Mas pedi que enchesse uma garrafa e dei-lhe algum dinheiro. Ela agradeceu e pegou uma linda garrafa pintada com flores amarelas e folhas verdes. Entrou e voltou com ela cheia da melhor água que poderia existir. Trouxe também uma pequena pazinha e com ela, subitamente, furou meu peito, sem me dizer nenhuma palavra. Só com um sorriso no rosto. Abriu bem para os dois lados e com a outra mão depositou algumas sementes. Em seguida fechou bem e bateu com as costas da pazinha em cima para ficar bem fechado. Eu assistia a tudo atônito mas não sentia dor. Pelo contrário. Foi a melhor coisa que havia me acontecido nos últimos tempos.

-É melhor ir logo, pois já estão olhando para cá e mulher direita não fica conversando com estranhos. Se quiser mais água, peça no armazém logo ali na frente.

Agradeci com água nos olhos. Poucas mas verdadeiras. Senti algo por ela que não saberia descrever nem com mil palavras. Sei que já havia sentido algo assim antes, mas só sei. Sinto que nunca havia sentido nada assim em toda minha vida. E de lá saí com uma vontade enorme de olhar para trás, mas não queria tirar aquele lindo sorriso do seu rosto.

Cheguei no morro da caixa d’água e desci pelas ladeiras do cemitério. Passei pelo curral do Coronel Alvilar, entrei pela janela de trás, que ainda estava entreaberta, e me deitei.

segunda-feira, 16 de fevereiro de 2009

Um Dia

Raphael Montechiari



Um dia eu acordei. Notei que tudo estava diferente. Borrado, como num quadro de Munch. Mas tudo real a espera do contato de minhas mãos.


Ao prestar mais atenção notei que estava sob uma árvore e via os borrões verdes das folhas ligados por traços retos, como se tivessem sido feitos com dedos molhados numa tinta marrom. Ao fundo, se descolou da árvore um azul claro sem fim com um brilho chegando pelo cantinho esquerdo. Tudo ainda borrado. Mas ao fixar o olhar eu começava a ir definindo algumas coisas.


Levantei-me e pude ver um sol sorrindo para mim, com dois olhos semi-fechados ou semi-abertos. Os raios de sol estavam espetados em toda sua cabeça redonda e pude notar uma covinha se formando nas pontas do sorriso. Meus olhos se ofuscaram como se ofuscam os olhos de quem olha para o sol. Ao mudar a direção do meu olhar vi um barquinho bem ao fundo. Ele era azul e tinha uma janelinha de vidro redonda, com uma bandeirinha vermelha logo acima do convés. Ele navegava num azul escuro, brilhoso e cheio de ondas e um peixe amarelo saltava em intervalos de tempo regulares ao seu lado. E passavam pássaros. Eles olhavam para mim sorrindo e dando adeus e então seguiam seu caminho formando vários tracinhos pretos no sol.


Agora a árvore oferecia uma maçã vermelha, meio mal pintada, entre suas folhagens. Consegui esticar minha mão para pegá-la e notei que tinha uma mão bem borrada também. Admirei a linda maçã vermelha, entre meus dedos rosados e notei que saia dela uma pequena lagartinha, que me disse: “Se for pra te ver sorrir, cedo a maçã e minha vidinha inútil.” Eu mordi a maçã - e a lagartinha - e senti um gosto maravilhoso de chocolate com mel e uma pontinha de anil. Assim que terminei de comer meu pêssego maduro e mal-pintado, olhei outra vez para o alto do morro onde estava a casinha azul, de janelinha quadrada e com a chaminé vermelha logo acima do telhado. Ela havia sido construída sobre uma relva verdinha e com pontas irregulares, como dentes afiados. E os dentes eram de serra e começaram a andar e cortar o tronco da árvore, que aos poucos gemia e pedia por ajuda. Mas os pássaros pareciam sorrir ainda e o sol sorria de volta para eles.


O vento carregava uma pipa bem amarela com uma cruz azul em seu dorso. E a rabiola vermelha acenava para mim e para a lagartinha que saía por entre meus dentes. Ela tinha um estranho sabor marrom e meus dentes davam passagem para ela. Enquanto me distraía com os pássaros sorrindo para o sorriso que criei ao tentar retirá-la com vida, o sol foi se encaminhando para o mar e chegou a chamuscar o cantinho do barco.


A lua exibia uma cara pensativa e não podia esconder algumas marcas de espinhas nas bochechas. Ela havia acabado de sair do mar e ainda escorria um pouco d’água. Algo borrou sua cor amarelo-clara. Era uma fumaça cinza, que saía da chaminé da casinha azul com janela quadrada que, logo em seguida, sumiu para dar lugar a outra e a outra e a outra, até me fazerem entender que se tratava de um trem. E seu apito zunia nos meus ouvidos que, por sorte, estavam com pequenas lagartinhas protegendo os tímpanos. Elas tinham abandonado a árvore, que ainda era borrada. Não tinha mais sua maçã e nem seu gato preso que eu havia resgatado. Também estava sem o buraco no tronco que havia sido pintado por uma menininha rosa feita de pano.


O trem, andando pelas montanhas, entrou pela boca da lua, que era como um túnel e, subitamente, furou a tela da pintura, vindo de encontro a mim. Só podia ver a luz do trem e ouvir seu assovio. Eu tentava correr, mas meus pés não me obedeciam. Quando já podia sentir o choque dele contra meus ossos senti o chão caindo e a árvore, a casa, o barquinho, a lua e o céu ficando para baixo. Notei que estava voando e a sensação era fantástica! Fazia um movimento para frente e logo estava flutuando por sobre um deserto azul, só iluminado pela luz da lua. Aproximei-me de uma cordilheira, com cumes cheios de neve, e já conseguia ver algumas árvores e um rio cortando as montanhas ao meio. E era tudo tão iluminado pela lua que eu podia ver as corujas, lá embaixo sorrindo para mim. E voava como nunca havia voado antes!


Um dia eu acordei.

segunda-feira, 9 de fevereiro de 2009

Dois Vizinhos

Raphael Montechiari


Sempre agi da melhor maneira possível para poder conhecer o Paraíso. Sempre tratei bem todos os meus tios e minha avó Denize Valdachio. Apesar das reclamações dela sobre as rosas. Sempre que íamos visitá-la, o jardim estava cheio delas. Vermelhas, rosas, amarelas e brancas. E todas deliciosas. Comia quantas eu podia até ela descobrir e me bater. Batia com uma varinha de goiabeira. E quando eu a via saindo da porta já gritando “Vou te pegar, seu moleque!” eu comia o máximo de rosas que podia e não parava. Ela vinha em passos lentos pelo caminho entre as roseiras e desviava um pouco a direção para arrancar um pequeno galho da goiabeira. Então voltava à rota anterior, já retirando as folhas, deixando a vara limpinha e lisa para que quando entrasse em contato com minhas pernas branquelas, não deixasse nenhuma dúvida de que ela me havia feito sentir dor. E eu continuava, cada vez mais acelerado, a comê-las. Estático. Só esperando ela chegar e me punir com as varadas. E como doía!

Isso não me levaria para o inferno. Mas o desejo de matar o senhor Juliano Carreras me levaria direto para lá. Minha mãe dizia que só de pensar certos pecados eles já estavam sendo cometidos. E eu pensava muito nesse pecado. Fui várias e várias vezes me confessar para poder me livrar dele. Mas no dia seguinte, esse mesmo pecado já acordava na minha cabeça. Então, pela manhã, ia até o padre me confessar de novo. E na outra, e na outra e na outra. Até que o padre me disse que eu deveria contar para ele quem eu queria matar. Talvez para tentar livrar o Senhor Juliano Carreras. Desconversei e disse que não era ninguém. A vontade de matá-lo foi maior que a de ir para o Paraíso. E desde então só tenho pensado nisso.

Desde que ganhei meu saxofone fui sempre muito dedicado. Bem antes de ganhá-lo minha mãe havia me presenteado com cinco discos de Jazz que eram do meu pai. Ele tinha largado minha mãe para ir morar com outra mulher em uma cidade bem distante. E os discos ficaram. E eu os herdei. Charlie Parker era o melhor deles. O disco “The Complete Savoy Sessions” tocava diariamente na minha vitrola, que na verdade não era minha, mas da minha mãe. Mas eu a chamava de minha porque todas as coisas que eram da minha mãe ela dizia que eram minhas também. Mas as minhas não eram dela. Os discos eu não emprestava para ela ouvir, apesar de nunca ter me pedido. O saxofone também não a deixaria tocar. Primeiro porque não sabia. E segundo porque era meu e eu não iria dividi-lo com ninguém. Nem mesmo com minha mãe.

O fato é que o Charlie Parker me levou a treinar diariamente o saxofone. Eu tocava todas as músicas do disco. Do início ao fim. Os temas, improvisos e até os ruídos mais discretos que as chaves do saxofone faziam na gravação. A interpretação dele era algo divino. O Charlie Parker deve ter ido para o Paraíso. Talvez ele tenha podido estudar seu saxofone sem ter ninguém para atrapalhá-lo. Talvez ele tenha até comido todo o roseiral da avó, mas ele podia estudar o solo de “Donna Lee” e não ser perturbado pelo vizinho. E por isso ele não tenha querido matar ninguém. Talvez não.

O Senhor Juliano Carreras morava no apartamento ao lado do meu. Após eu ter seguido a carreira de músico e ter começado a tocar na banda da cidade, passei a morar sozinho num apartamento e comecei a receber vários convites de músicos e cantoras famosas. Rosa Lucinha foi uma delas. Esteve pessoalmente no meu apartamento para me falar do seu desejo de me levar para tocar com ela. Rosa Lucinha era a cantora mais famosa da época e tinha todos aqueles seguranças quando me chamou lá da entrada. Subiu a escada do pequeno prédio em que eu morava, no terceiro andar. E todos os vizinhos admiravam em que ponto eu havia chegado ao ter visitas tão ilustres. Mas eu tive que recusar o convite de Rosa Lucinha, apesar de ter percebido que os seguranças dela não gostaram muito da minha decisão.

O fato é que o Senhor Juliano Carreras não gostava de ser perturbado pelo som do meu saxofone. E eu precisava estudar mais do que nunca, já que agora era músico profissional e tocava na banda da minha cidade, além de ter sido convidado por Rosa Lucinha para acompanhá-la em sua turnê nacional e internacional. Eu recusei, pois queria fazer o teste para entrar na Orquestra dos Fuzileiros Navais. Esse era meu objetivo principal. Seria um músico militar, com todos aqueles uniformes e um chapéu exclusivo da Orquestra dos Fuzileiros Navais. As músicas que eles tocavam eram todas muito bonitas, mas quando eu entrasse iríamos tocar só as músicas do Charlie Parker. Inclusive as músicas do outro disco que eu havia visto na loja. Eu teria mais dinheiro e poderia comprar o outro disco do Charlie Parker e treinar todas elas. E toda a Orquestra dos Fuzileiros Navais iria executá-las.

Mas para isso eu precisava estudar muito. Acordava às seis da manhã, tomava meu café e começava a estudar, música por música, solo por solo. Tocava o dia inteiro até escurecer, quando minha barriga me lembrava que eu precisava comer. Nos finais de semana ia tocar na banda da minha cidade para ter dinheiro para pagar meu aluguel, pois ninguém pode viver sem trabalhar. Minha mãe me ensinou isso muito bem e ainda por cima comprou o outro disco do Charlie Parker para me dar no Natal. Eu ouvi seiscentas e vinte e duas vezes sem parar e me apaixonei pelo disco. Naqueles dias eu não dormi, nem comi e nem fui tocar na banda da cidade. Só ouvi o disco por seiscentas e vinte e duas vezes. O Senhor Juliano Carreras provavelmente não gostava do Charlie Parker porque, depois disso, começou a me empestear a mente. Me disse para estudar meu saxofone na puta que pariu e ameaçou quebrar minha vitrola. Minha mãe, nessa época, já havia deixado de vez a vitrola comigo, pois não ouvia nada nela. A vitrola também já tinha sido do meu pai que, quando largou minha mãe e foi morar numa cidade bem distante com outra mulher, a deixou em casa. Acho que não gostava muito dela. Eu jamais deixaria uma vitrola e cinco discos tão bons quanto aqueles para ir morar tão distante assim. Ele poderia ter ficado conosco e assim eu o ensinaria a tocar saxofone e mostraria os principais segredos de Charlie Parker. Também o levaria para me assistir tocando na banda da cidade e tenho certeza que ele não iria se arrepender.

Eu passei a ter que ir para o Morro da Consolação estudar. Era um morro bem alto de onde dava para ver toda a cidade. Ele era chamado de Morro da Consolação porque há muito tempo atrás havia ali uma igreja que era da virgem da Consolação. Mas durante a revolução destruíram-na e atearam fogo nela e nas casas vizinhas. Desde então ninguém mais morou por lá e retiraram os escombros para que ninguém mais se lembrasse desse dia. Mas todo mundo se lembra porque até hoje o chamam de Morro da Consolação. E era lá que eu tocava meu saxofone. Parecia que eu havia desaprendido tudo. Estava bem destreinado e acho que quando tocava com o Charlie Parker eu ia bem melhor. Também ia bem quando tocava com a banda da cidade. Mas ali sentado, sozinho, parecia não conseguir me concentrar e não saía nada de bom. Só que eu precisava estudar. O teste para a Orquestra dos Fuzileiros Navais seria em breve e eu precisava estar preparado. E como eu não podia mais estudar em casa, pois havia enfurecido o Senhor Juliano Carreras, teria que estudar por ali mesmo. E assim foi durante treze dias. A cidade toda ouvia o som do saxofone, mas sem saber de onde vinha. Acredito que alguns achavam que seria uma dádiva de Deus para confortá-los pelo sentimento de perda da Igreja da Consolação.

As músicas que eu tocava ainda estavam longe de serem aquelas que eu tocava quando estudava em casa. E agora eu ouvia muito baixo os discos em casa para não perturbar o Senhor Juliano Carreras. O problema é que ele chegava de madrugada, bêbado e com umas negas, que falavam alto e riam o tempo todo. Depois ficavam de gritarias e pulando em cima da cama, fazendo-a ranger tão alto que me tirava o sono. E eu precisava acordar cedo no outro dia para tomar meu café, pegar meu saxofone e subir o Morro da Consolação para estudar. Por várias vezes eu suportei aquela situação até que um dia de manhã bati em sua porta, depois de uma noite de baderna, e revelei para ele minha insatisfação com a situação, lembrando-o ainda que eu estava estudando no Morro da Consolação somente para não o incomodar mais. Na verdade ele nem me deixou chegar na metade do que eu queria dizer. Me mandou para a puta que pariu por acordá-lo tão cedo e disse que se eu voltasse a incomodá-lo, me daria uma porrada dentro da cara.

Seu Juliano era bem grande, não muito forte, mas com braços e pernas compridas e ossudas. Já estava um pouco careca e tinha uma cara de bravo. Quando me ameaçou e fechou a porta na minha cara eu decidi não incomodá-lo mais. Uma porrada dentro da cara de um sujeito grande como ele deveria machucar pra cacete. Então achei por bem ir dormir no Morro da Consolação todas as vezes que ele fizesse suas farras. Fiquei um pouco assustado em saber que ele iria para o inferno. E ele com certeza iria, pois uma pessoa que dá uma porrada dentro da cara da outra não teria outro fim. Minha mãe já havia me dito que só de pensar certos pecados você já os havia cometido. Passei a ter muito medo dele depois que esses pensamentos me visitaram. Eu havia conhecido uma pessoa que iria para o inferno e que conheceria o demônio.

Não gosto muito de pensar essas coisas porque me deixam confuso e nervoso. Porém refletindo um pouco mais, descobri que meu próprio pai iria para lá também. O padre já havia dito na missa que o adultério é pecado. E quando meu pai fugiu com outra mulher para uma cidade muito distante, ele cometeu adultério. E ele está mais perto do inferno do que o Senhor Juliano Carreras. Ainda largou uma vitrola, cinco discos e sua família para trás.

O fato é que numa certa tarde de estudos no Morro da Consolação o tempo fechou rápido e, antes que eu me desse conta, caiu um aguaceiro tão pesado que eu nunca tinha visto igual. Como eu não tinha a mala para guardar o meu saxofone, tentei escondê-lo debaixo da minha camisa. Mas ela já estava toda ensopada e vi escorrer água por dentro dele e por todas as suas chaves. Então corri o mais depressa que pude. Passei por debaixo da cerca de arame farpado e peguei a pequena trilha que levava de volta à cidade. A trilha estava muito molhada e escorregadia e, na primeira descida, eu caí e meu saxofone caiu embaixo de mim deslizando pelo barranco. A chuva não dava trégua e nem se podia ver a cidade de tão branca que estava a vista. Era muita água e meu saxofone agora havia caído numa grande poça de lama. Tive que descer pelo barranco segurando pelas moitas de capim até ter altura suficiente para saltar. Consegui resgatá-lo e cobri-lo novamente com minha camisa. Ao chegar em casa notei que haviam quebrado quatro chaves do saxofone e que eu deveria voltar para achar os pedaços. Fiquei até escurecer sob aquela chuva, procurando no barranco do Morro da Consolação pelas quatro chaves do saxofone, mas não encontrei nada. Voltei por mais nove dias seguidos e passei os nove dias inteiros procurando pelas quatro chaves que haviam quebrado. Por fim, descobri que não haveria jeito de encontrá-las e descobri qual seria a solução: eu tinha que matar o Senhor Juliano Carreras.

Desde a sua reclamação, eu passei a ter que ir até o Morro da Consolação para estudar e não podia mais ouvir os meus discos do Charlie Parker. Se ele não tivesse reclamado e tivesse me ouvido eu teria dito que estava estudando para o teste da Orquestra dos Fuzileiros Navais e em breve sairia daquela espelunca. Além disso, ele não tinha direito algum de reclamar dos meus estudos porque ele fazia muito mais barulho com aquelas negas que freqüentavam sua casa. E após ter perdido o direito de usar meu próprio apartamento para estudar o instrumento, que era meu ganha-pão, ou que seria em breve, ele me forçou a uma situação que o destruiu.

O apartamento, na verdade, não era meu, mas da minha mãe. Eu pagaria aluguel a ela quando entrasse para a Orquestra dos Fuzileiros Navais, já que a banda da cidade não me pagava. Ou então, se eu não passasse no teste iria tocar com Rosa Lucinha na sua turnê Nacional e Internacional. Minha mãe, que não entendia bem de música, dizia que para eu ganhar um salário na banda da cidade teria que estar enfileirado com eles tocando e não do lado de fora da corda. Ela achava que eu só encenava. Acho que toda a cidade também achava isso, mas eles não sabiam que era meu saxofone, somado com todos os outros, que dava aquele som tão belo. E sobre a Rosa Lucinha achei melhor não contar pra ninguém, pois os invejosos logo diriam que sou um mentiroso. Minha mãe não é invejosa, mas acha que eu imagino coisas demais.

Apesar de tudo o que aconteceu, minha mãe me disse que eu não precisaria matar o Senhor Juliano Carreras. Ela me disse que o meu saxofone já tinha essas chaves quebradas desde quando me deu e que por isso saía um som tão desafinado. Mas, apesar de saber que minha mãe sempre fala a verdade, eu entendo que o ouvido não-musical dela a faz pensar assim. O Charlie Parker realmente tocava músicas muito além do seu tempo e as pessoas não entendiam e achavam que ele estava desafinado. Provavelmente sua mãe deve ter dito que havia algumas chaves quebradas no seu instrumento e por isso ele fazia aquela música tão singular. E eu seguiria o seu legado. Mas agora o saxofone estava todo amassado e enferrujado e tudo por culpa do Senhor Juliano Carreras. Por isso eu ainda vou matá-lo.